Se supone que los padres son quienes mejor conocen a sus hijos y es cierto si cumplimos con el deber de estar, de formar y de amarlos de manera integral. Los hijos no traen un manual para saber cómo son y cómo tratarlos, mucho menos los adolescentes; ni los padres lo tienen en concreto, pero la convivencia amorosa con ellos nos permite presumir que los conocemos. El descontrol inicia cuando los hijos realizan actos inesperados, fuera de lo que normalmente hicieron en la niñez… y el problema es que nos damos cuenta de sus cambios físicos evidentes, pero no de lo que sucede en su interior.
Por otro lado, su silencio, sus frases cortas o palabras irreverentes con las que intentan expresar “ya crecí y puedo decidir, decir y hacer lo que quiera” son evidencia de la lucha interna que están viviendo. El adolescente está intentando encontrarse y relacionarse consigo mismo, con el niño que ya no es y con el joven que todavía no es; por ello sus actitudes oscilan entre la niñez y la juventud, lo seguro y lo inseguro, lo acostumbrado y lo nuevo, lo bueno y lo malo, lo que tiene y lo que quiere tener; se enfrentan a una batalla constante entre su pasado y su futuro. Del entendimiento de lo anterior se desprenden una serie de sentencias y consejos que nos pueden servir para vivir mejor este proceso paralelo de adaptación al cambio.
La rebeldía puede ser proporcional a la contradicción. En la niñez se viven de manera distinta las incongruencias familiares; en la adolescencia incomodan, enojan y confrontan, pues el adolescente intenta acomodar y conciliar su escala de valores, ya no por lo que le dicen, sino por lo que observa, por lo que se hace en casa. La rebeldía, sea dicha y manifiesta o no, puede ser reflejo de nuestras incongruencias; por lo que vale la pena reflexionar al respecto y tener presente que la armonía familiar es el mejor acompañante del adolescente.
La rebeldía puede NO ser rebeldía. Es importante también considerar que aquello que nosotros consideramos como “rebeldía” puede ser únicamente la expresión de sus nuevas inquietudes y necesidades. Como se mencionó anteriormente, se encuentra en una etapa en la que se despide de su “yo niño” y está descubriendo una nueva forma de ser y estar en el mundo; por lo que probablemente quiere hacer las cosas de manera distinta, vestirse diferente, etc. Entender esto puede ayudarnos a no juzgar y a acompañar el proceso con más paciencia.
Es su lucha. Tú le acompañas y vives tu propio proceso de adaptación al cambio, pero debes tener claro que ésta es su lucha; es decir, toda ayuda a tu hijo que no necesite, le perjudica; hacer por él lo que éste puede hacer por él mismo, le hace inútil y frágil ante los retos futuros. Para que tu hijo se fortalezca, es necesario que sea él quien se ejercite; por supuesto que requiere apoyo y acompañamiento, pero no hagas por él lo que le corresponde y lo que le toca para bien madurar. “Crecer es natural, madurar es decisión personal”.
Hormona mata neurona. Muchas veces los chicos son rebasados por sus intercambios hormonales, es decir, no piensan antes de actuar, se dejan llevar y luego no saben por qué lo hicieron. El problema es que se arrepienten y no sólo no saben pedir perdón, sino que no se perdonan a sí mismos y esto les hace sufrir más. Por ello es fundamental orientar, guiar… y considerar los puntos que vienen a continuación.
Escucha, aunque no te hable. Él no deja de comunicarse, su cuerpo habla, aunque no pronuncie palabra alguna. Su corporalidad, sus ademanes, su gestualidad, sus manos, sus ojos pueden decirnos qué le sucede, qué adolece, qué está pasando. Interpretarlo puede tener muchas fallas, pero si estamos presentes, cercanos y acompañando su proceso; podemos observar, abrazar, percibir, sugerir y sobre todo amar; esto, sin duda, le aligerará el camino.
Compréndelo, aunque no entiendas:Compréndelo, aunque no entiendas. Sus acciones y reacciones pueden ser bajo cierto autocontrol, pero también pueden ser producto de sus cambios hormonales que le generan cambios de humor y de emocionalidad; de la risa al llanto, del gozo a la tristeza, del dinamismo al cansancio y sueño, del hambre glotona a la falta de ella, de la demostración de amor a la aparente indiferencia. Normal, sucede, y los padres debemos estar a la altura de las circunstancias.
Sé firme pero cercano. Es necesario establecer y negociar límites con el adolescente, que le permitan un desarrollo sano, seguro y con el menor sufrimiento posible. Será importante orientar, guiar, sugerir, acompañar, pero lo esencial es convencer. Tengamos claro que en la forma está el dar, la simple imposición de reglas puede romper lazos, e imprimir violencia en ello sólo generaría más violencia y dolores innecesarios; por tanto: cero violencia física, psicológica-emocional y espiritual. Quizás parezca que no nos escuchan, que ni les importa, pero si se insiste con amor, lo toman en cuenta y les detona una alarma interior que poco a poco va mejorando su funcionamiento.
Necesidad de pertenencia. A toda persona le hace falta pertenecer a algún grupo, lo busca y se siente seguro en él. El adolescente no sabe cómo hacerlo, pero su necesidad es mayor y lo busca con mayor vehemencia. Se vuelven vulnerables al riesgo en su afán de pertenecer a un grupo; pues bien pueden ser los vecinos, los de la escuela, los del futbol, o los de música; pero también pueden ser los de la pandilla, los que se drogan, o los que roban por diversión. ¡Necesitan ser parte! ¿Qué puede ser mejor que sentirse parte de su familia? Saberse parte de una familia, sin condición y más allá de la etapa que atraviesan, les brinda una seguridad que puede blindarlos de muchos peligros. Por tanto, es nuestra responsabilidad como padres generar un ambiente adecuado, congruente y amoroso para nuestros adolescentes; mejor aún que sea desde su niñez para que sea más nítido este paso.